ADELA, LA MEMORIOSA

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Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Funes el memorioso. Jorge Luis Borges

Algunas personas son capaces de organizar el caos de la experiencia cotidiana y temporal, sobre todo la temporal, es decir, la que vamos transcurriendo en el tiempo que nos toca, en territorios de abstracción y luego muchos de ellos pasan a ser palabras oraciones, textos completos. Nuestra experiencia desde que nacemos es cambiante imperfecta y única para cada ser humano. Hay una experiencia vivida y otra transmitida. Ninguna sirve para nada decía Adela, la primera es subjetiva propia, íntima, la segunda ya no le interesa a nadie.

-Los viejos no sabemos nada. ¿Qué les voy a transmitir? Ellos saben todo, soy del siglo pasado, ni a los muertos respetan. Pero sabés, a veces me olvido, por eso escribo en los cuadernos, para que cuando me lean sepan cómo fueron las cosas.

-Adelita, como fueron las cosas para vos, para mí siempre fueron distintas, ¿o no? Tu verdad no es la mía. Tus ojos y los míos son distintos. Fuimos testigos, bah, testigas, de los mismos hechos y los podemos contar diferente, acordate de Zolá. El paso del tiempo trae el olvido, se debilita el recuerdo.

-Sí, por eso escribo, y hoy seguro que pensamos lo mismo.

Hay quienes pueden expresar cada sensación, cada pensamiento, cada percepción, emoción, presentimiento, cada huella que recibe en su cuerpo, en su alma o en su psique con facilidad, es decir puede vincular el mundo con el yo, el yo en palabras. Otras, no.

Una de estas personas es Adela. Adela tenía cuadernos y cuadernos escritos. La conocí escribiendo uno de ellos, era el número 245.

-¡Hola!¿Viniste?

-Sí, aquí estoy. ¿Cómo te sentís?

-Y…más o menos. Estoy dolorida. Me muero pero no será tan fácil, aún no me quiero ir. Ayudame con el blog. Corregime lo que escribí.

-Dame el cuaderno, a ver qué escribiste hoy.

-Tomá, pero me tenés que comprar un cuaderno solo para el blog. Este es para el viaje.

-¿Qué viaje?

-El viaje a Italia que voy a hacer con Consti, le prometí que la voy a llevar a Venecia. Vamos a ir solas las dos, sin su madre. Y tu viaje ¿para cuándo era?

-¡Ah!¡Qué buena idea! ¿Para cuándo lo tenés pensado?

-Si llego, para septiembre. ¿Y el tuyo?

-Es en agosto. Falta mucho. Bueno, vamos al blog.

Mientras miraba sus escritos también la miraba a ella. Estaba hinchada, con el gesto de dolor en su rostro, la boca seca, la mirada se le quedaba clavada en un rincón de la habitación, mirando el techo. Cada tanto lanzaba un quejido, cortito y se reponía.

-¿Dormiste bien?

-No, más o menos, soñé mucho y cuando sueño me despierto fastidiosa porque no puedo escribir mi sueño, me faltan las palabras, aunque tenga las imágenes. Además sueño con gente que no conozco, o al menos no conocí en esta vida. Quizá en la anterior…- Se queja y tose.

-¿Qué te duele?

-No, nada, no pasa nada. Me duele todo, cada célula. Pero no te asustes. Tengo que tomar la pastilla. Llamala a Eugenia. No, dejá, ella sube cuando es la hora.

 Y volvía a poner su mirada fija en el rincón del techo.

-¿Qué mirás?

-Está Alberto.

-Sigamos.

-Sí, estuve pensando en que hay que ayudarse unos a otros y yo puedo ayudar, con mis palabras, con mis proyectos. Hay que tener proyectos hasta el último momento, como yo de ir a Venecia con Consti. Además hice una lista de cosas para hacer. Esperá que te la leo.

La habitación tenía los dos veladores encendidos, uno de cada lado de la cama y le dije si no quería que levantara la persiana para que entrara la luz de la hora de la siesta, la luz natural de la calle y que apagara el televisor. Miraba documentales.

-No, dejá así.

-Pero ¿no querés ver el cielo?, está hermosa la tarde…

-No.

-…y los árboles. La copa del paraíso da en tu ventana.

-No, así está todo bien. Sigamos con el blog.

-Bueno, sigamos.

-¿Hace frío afuera? ¿Querés un té?

-Sí, hace frío, aunque es otoño, parece invierno.

-A mí me gusta el otoño, pero más me gusta el verano. Cuando llegue la primavera sí voy a levantar la persiana, correr las cortinas y mirar el cielo.

– Sí, está muy bien.

-No, no mientas. No voy a llegar a la primavera.

-Cómo sos Adelita, sigamos con el blog. A ver qué escribiste.

 Leo: Todo se me viene encima. Recuerdo el picnic con el mantel blanco con mi mamá y mi papá en Balcarce, recuerdo el parto de Eugenia cuando salió y no lloraba, recuerdo la oración a la bandera cada mañana en el patio de la escuela, recuerdo el postre de vainillas de la tía Antonia, recuerdo cada minuto en la sala de espera del dentista, la señora de mi izquierda leía a Chejov, recuerdo a Alberto el día que lo conocí, tenía una camisa a cuadros, era muy guapo. Me acuerdo del exilio de Pedro, de cómo desaparecieron así de pronto las compañeras de psicología, nadie preguntaba nada, nadie se animaba, hasta que desapareció el judío de ojitos claros. Ahí empezamos a preguntar, a agitar, como se decía. Nos duró poco. Nos apalearon en la puerta de la facultad. Y yo, yo no fui más. Volví a estudiar en democracia.

Adela hace de su memoria un museo vivo.

-Sabés que recuerdo tanto, todo, con detalle, como si tuviera un archivo en la cabeza. Tengo que comprar más cuadernos para escribir todo esto. De golpe todo todo se me cae de la cabeza a las palabras, pero algunas veces me faltan las palabras. ¿Cómo se llamaba ese cuento de Borges, el que se acordaba de todo?

-Funes, el memorioso.

-Sí, sí, léemelo el próximo lunes.

-Lo traigo. Qué lindo tantos recuerdos.

-¡Mmm! Todo es inútil ante la muerte.

No dije nada. Su mirada volvía al rincón del cuarto.

-Ahí está Alberto.

Adela se adormeció y me quedé mirándola. Tomé entre mis manos su mano izquierda, la tenía calentita. Miré su expresión, su camisón, sus uñas, su anillo de casada, su rostro, su nariz prominente, su bigote transpirado. No veía nada que me perturbara, el resto estaba debajo de la sábana. Yo también recordaba algunas cosas bonitas de los buenos tiempos. Recordé la explicación que me dio mi abuela a los seis años sobre la hendidura que tenemos entre la nariz y el labio, se llama surco nasolabial, es el último punto que se forma de la cara en la gestación, el rostro se cierra en ese punto. Este surco se comparte con otros mamíferos que lo utilizan para trasladar humedad de la boca hacia el hocico para mantenerlo hidratado. En los humanos esta función no existe, no es necesaria, es un vestigio que nos quedó de la evolución, cuando el olfato era más importante que la vista. Sin embargo, mi abuela, que hacía de la religión un rito, me contó en secreto: “Cuando nacemos un Ángel, nuestro Ángel de la Guarda, nos pone su dedo índice en ese espacio, nos dice “¡Shshshs!¡No contar nada de la vida anterior, esta es una nueva vida!” Y cuando quita su dedo nos deja esa marca, esa señal en nuestro rostro. Por eso no tenemos memoria, la vamos construyendo en esta nueva vida. Me gustaba más esta explicación, a Adela no. No creía en los Ángeles, ni en la anamnesis.

Lo más silenciosamente que pude besé su frente y salí del cuarto. Una fuerte fragancia de Versace Eros invadió la habitación. Fui mi último regalo a Alberto. No miré atrás.

-Me voy Eugenia, está dormida.

Nunca le leí a Borges. Seguí yendo cada lunes. En mi última visita conseguí correr las cortinas y levantar la persiana. Vimos el cielo, pasó un avión. Nos despedimos como siempre. Hasta el lunes.

En Atenas dibujé a Adela en medio de su memoria, en sus infinitas escaleras, pasadizos, arcos, yo amaba a Escher, pero era muy mala dibujando. Dos días después de llegar a Estambul recibí un WhatsApp de Eugenia: Partió tranquila. Encontramos los 251 cuadernos. Gracias.